Fin de clases
Si no fuera por Esteban, su amigo compañero de banco, él jamás se hubiese enterado que al colegio lo iban a derrumbar apenas una semana después de su graduación.
Siempre más tímido y reservado, Federico sabía que la personalidad de Esteban era notable. Agudo e inquisidor, tenía el poder de la palabra y la intuición de su lado. Esa sensibilidad especial le dio de grande un gusto por los negocios excéntricos. Ya más grandes, cuando se enteró de la vuelta de Perón, lo primero que pensó fue en salir a vender choripanes a Ezeiza. Nos los sacan de las manos Fesé. Ese era su argumento, tan convincente para la fiesta popular de aquella tarde de junio como para cuando volvió a proponer el mismo negocio no mucho después, el día del luto nacional.
Pero uno años antes en aquella otra tarde, con un calor en diciembre que vaticinaba un verano atroz, ambos recibían su diploma enrollado y una medallita de metal opaco y dudoso. Federico sabía que estaba viviendo por última vez la ceremonia del fin de clases. No estaba seguro de sentirse ansioso de dejar todo aquello atrás, o algo apenado y nostálgico. Después de todo, las últimas semanas de clase resultaban siempre una especie de preludio vacacional en plena jornada educativa. Las maestras corregían y tomaban recuperatorios mientras el resto divagaba en planes veraniegos. Era un tiempo de ocio ganado al estudio. Aquellos que sufrían de un amor juvenil disfrutaban de ese júbilo prematuro con una angustia agregada. Sabían que quedaban pocos días para hacer alguna jugada, para acercarse, invitarla a salir, o al menos organizar una reunión con la excusa de tener una chance más afuera de las aulas. Otros, igualmente enamorados pero resignados, se limitaban a tratar de retener en algún lugar su imagen, alguna notita con su letra o el aroma del shampú que olían cuando se acercaban a su cabeza. En la clase de historia, charlando en una de esas asambleas celebradas en un banco alejado de la profesora que corregía, Esteban le contó la novedad.
- Te lo juro Fesé. No lo escuché porai, lo leí en unos papeles en lo de la directora-. Esteban gozaba de una reputación que lo hacía visitante frecuente de aquel despacho. Su imaginación también tenía una fama similar. Federico no se preocupó hasta que vio al colegio vallado con paneles de madera y un cartel:
- Sos un tarado, ¿ahora me lo venis a creer? ...Bueno, dale. Pero me debés joda y lo sabés-. Colgó el teléfono sabiendo que en realidad Esteban quería más que nadie visitar el colegio, por última vez antes de perderlo para siempre.
En el medio de la noche y completamente abandonado, el colegio perdía su aspecto rector e institucional y tomaba un aire algo espeluznante. A diferencia de otras instituciones centenarias, esas construcciones que reflejan su dote de palacio educativo con el mármol de la rigidez pedagógica, su colegio era una estructura improvisada en una antigua fábrica devenida luego en oficina del gobierno y que eventualmente tuvo que apilar un par de salas más en la terraza para convertirse en una escuela; de corta vida. Las aulas oscuras se iluminaban solamente por una débil luz exterior que llegaba de las ventanas de azulejos de vidrio difuso. Había caños aserrados y ventilaciones innecesarias. El edificio entero mezclaba su última vocación inesperada con su antigua identidad.
Avanzaban sin saber muy bien qué buscaban, pero lo hacían muy despacio y con cuidado. Federico pensaba en cuán irónico era estar reviviendo aquel escape y rateada del año pasado pero a la inversa; entrando al colegio en vez de escabullirse afuera de él.
Miraban al colegio con cariño y tristeza. Querían respirar por última vez en aquel lugar, intentar de llevarse consigo la esencia de algo que no volvería a ser parte de sus vidas nunca más. La vida les mostraba por primera vez su naturaleza irreversible. Pensar que aquel gol que nunca fue en el patio, nunca será. Federico nunca tuvo una novia durante el secundario, y sabía que aquel iba a hacer un gran reproche en sus años maduros. Otras cosas más le acosaban a medida que recorrían casi en silencio.
Bajaron al subsuelo donde había un laboratorio precario y mal ventilado. Querían llevarse algún botín del que pudieran sacar provecho. Pero cuando terminaron de consumir los peldaños de las escaleras, encontraron tierra húmeda y removida en lugar de las baldosas grises de otrora. El olor rancio e intenso a humedad confirmaba que todo el subsuelo parecía recientemente excavado. Y después mucho más no recordaban. Esteban levantó del suelo un húmero sin saber bien que era, pero basto el débil halo de luz iluminando un rostro humano -gris, ojeroso y a medio enterrar- para que ambos corrieran hacia la salida con la misma intensidad que en su último día de clases, hace tan solo una semana.
Siempre más tímido y reservado, Federico sabía que la personalidad de Esteban era notable. Agudo e inquisidor, tenía el poder de la palabra y la intuición de su lado. Esa sensibilidad especial le dio de grande un gusto por los negocios excéntricos. Ya más grandes, cuando se enteró de la vuelta de Perón, lo primero que pensó fue en salir a vender choripanes a Ezeiza. Nos los sacan de las manos Fesé. Ese era su argumento, tan convincente para la fiesta popular de aquella tarde de junio como para cuando volvió a proponer el mismo negocio no mucho después, el día del luto nacional.
Pero uno años antes en aquella otra tarde, con un calor en diciembre que vaticinaba un verano atroz, ambos recibían su diploma enrollado y una medallita de metal opaco y dudoso. Federico sabía que estaba viviendo por última vez la ceremonia del fin de clases. No estaba seguro de sentirse ansioso de dejar todo aquello atrás, o algo apenado y nostálgico. Después de todo, las últimas semanas de clase resultaban siempre una especie de preludio vacacional en plena jornada educativa. Las maestras corregían y tomaban recuperatorios mientras el resto divagaba en planes veraniegos. Era un tiempo de ocio ganado al estudio. Aquellos que sufrían de un amor juvenil disfrutaban de ese júbilo prematuro con una angustia agregada. Sabían que quedaban pocos días para hacer alguna jugada, para acercarse, invitarla a salir, o al menos organizar una reunión con la excusa de tener una chance más afuera de las aulas. Otros, igualmente enamorados pero resignados, se limitaban a tratar de retener en algún lugar su imagen, alguna notita con su letra o el aroma del shampú que olían cuando se acercaban a su cabeza. En la clase de historia, charlando en una de esas asambleas celebradas en un banco alejado de la profesora que corregía, Esteban le contó la novedad.
- Te lo juro Fesé. No lo escuché porai, lo leí en unos papeles en lo de la directora-. Esteban gozaba de una reputación que lo hacía visitante frecuente de aquel despacho. Su imaginación también tenía una fama similar. Federico no se preocupó hasta que vio al colegio vallado con paneles de madera y un cartel:
Municipalidad de Buenos Aires
Secretaria de Obras Públicas / Secretaría de Educación
Orden de demolición nº: 23.569
Arquitecto: Silvio Brasso
Fecha de obra: 17 de Diciembre 1969
- Sos un tarado, ¿ahora me lo venis a creer? ...Bueno, dale. Pero me debés joda y lo sabés-. Colgó el teléfono sabiendo que en realidad Esteban quería más que nadie visitar el colegio, por última vez antes de perderlo para siempre.
En el medio de la noche y completamente abandonado, el colegio perdía su aspecto rector e institucional y tomaba un aire algo espeluznante. A diferencia de otras instituciones centenarias, esas construcciones que reflejan su dote de palacio educativo con el mármol de la rigidez pedagógica, su colegio era una estructura improvisada en una antigua fábrica devenida luego en oficina del gobierno y que eventualmente tuvo que apilar un par de salas más en la terraza para convertirse en una escuela; de corta vida. Las aulas oscuras se iluminaban solamente por una débil luz exterior que llegaba de las ventanas de azulejos de vidrio difuso. Había caños aserrados y ventilaciones innecesarias. El edificio entero mezclaba su última vocación inesperada con su antigua identidad.
Avanzaban sin saber muy bien qué buscaban, pero lo hacían muy despacio y con cuidado. Federico pensaba en cuán irónico era estar reviviendo aquel escape y rateada del año pasado pero a la inversa; entrando al colegio en vez de escabullirse afuera de él.
Miraban al colegio con cariño y tristeza. Querían respirar por última vez en aquel lugar, intentar de llevarse consigo la esencia de algo que no volvería a ser parte de sus vidas nunca más. La vida les mostraba por primera vez su naturaleza irreversible. Pensar que aquel gol que nunca fue en el patio, nunca será. Federico nunca tuvo una novia durante el secundario, y sabía que aquel iba a hacer un gran reproche en sus años maduros. Otras cosas más le acosaban a medida que recorrían casi en silencio.
Bajaron al subsuelo donde había un laboratorio precario y mal ventilado. Querían llevarse algún botín del que pudieran sacar provecho. Pero cuando terminaron de consumir los peldaños de las escaleras, encontraron tierra húmeda y removida en lugar de las baldosas grises de otrora. El olor rancio e intenso a humedad confirmaba que todo el subsuelo parecía recientemente excavado. Y después mucho más no recordaban. Esteban levantó del suelo un húmero sin saber bien que era, pero basto el débil halo de luz iluminando un rostro humano -gris, ojeroso y a medio enterrar- para que ambos corrieran hacia la salida con la misma intensidad que en su último día de clases, hace tan solo una semana.
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